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viernes, 6 de febrero de 2015

Monólogo

Por David A. D.

Tranquilo, como si el día fuera suyo, caminó por la plaza con una silla de madera. Una vez que ubicó el objeto en el centro del inmenso espacio público procedió a subirse en él. Respiró cinco veces y pronunció las siguientes palabras:


¡Un día abriré mis ojos y será noviembre! Los ríos de concreto de la ciudad se desbordaran de prisa. ¿Acaso los árboles no lloran de noche? ¿Pueden las hojas mantenerse inmutablemente secas? ¿Es posible que mi piel no respire el aire pesado del amanecer? No puedo creer en los límites del cuerpo cuando los túneles que tiene por ojos son de infinita profundidad. ¡Arriba! Corten la piel de ese ladrillo hasta que sangre esmeraldas, piedras insensatas, irrespetuosas del barro. Que ningún niño juegue solo a la rayuela mientras existan gatos en el barrio. Que mis pausas al tartamudear no provoquen escalofríos en las niñas sagaces, mortales poseedoras de mis inquietudes. No diabajo, no me lo pidan. Las puertas de mi casa serán como los oidos de mi hermana. ¿Por qué llorar es lamentable cuando tres banderas arden en medio de una multitud? No le hablen a la persona que está a su derecha, los mirará como si ustedes estuvieran a su izquierda. A veces la cantidad de segundos supera la calidad del instante. Glorifiquen los adoquines que han sido pisados por un pie descalzo con ganas de luchar. ¡Malditos sean los que sin piedad lastiman la imaginación de quien no puede vivir en este mundo! Mi enfermedad no tiene cura pero solo usted la puede ver. Aprendí que para cantar en un coro solo se tiene que saber bailar. El dolor es mi compañero de viaje, pobre de mí sin él. ¿No comprendes que la felicidad no se busca debajo de las piedras? Ciego estas si pretendes descubrir el sabor de las nubes volando por el cielo.

Más tranquilo que antes, tomó la silla y salió de la plaza. Creo que solamente yo permanecí escuchandolo. Me alegra haberlo conocido.


 

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