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martes, 8 de abril de 2014

El camino

Escrito por Fernando (Coco) López


“Es un día caluroso, he viajado tanto y pronto llegaré”, me decía. Empiezo a caminar, mi corazón late fuertemente, estoy emocionado. Llegaré al lugar que tanto he luchado por llegar.

Las ramas de los árboles se mecen cual si fuera el objeto más liviano que existe en este mundo, es el fenómeno del viento que pega con mucha fuerza. Aquí es donde empieza a aplicar en la “vida real” lo que me enseñaron en el colegio, las famosas leyes de Newton, acción-reacción. Mi cuerpo reacciona ante la gran fuerza que me hace el viento, siento que quiere detenerme. ¿Por qué será? Mis piernas se mueven lentamente, mis brazos parecen flotar cuando los estiro, y mis ojos ni abrir puedo. Pero sigue siendo un día caluroso.

Sigo caminando, siento en mis pies esas piedras pequeñas pero puntiagudas que están esparcidas en la arena. ¡Quiero tanto llegar! Este dolor no me detendrá. No me queda mucho por recorrer, miro hacia atrás y observo como mis huellas van desapareciendo a causa de la brisa como si no existiera un pasado.

De repente, siento algo frío en mis pies, me asusté. Pero después vino una ligera sonrisa, era el mar que se me acercaba, había olvidado dónde estaba, el amo de la Tierra, reclamaba su territorio. Fue como si me tocara para ver una maravilla de la naturaleza. Veo a mi izquierda y observo cinco gaviotas volando sobre el agua salada. Me detengo. Observo cuidadosamente cada aleteo de sus alas e intento imitarlas corriendo a través de la arena. En la ciudad habrían dicho que estoy loco pero, aquí solo me quería sentir parte de este hogar.

Mi sonrisa junto con el aleteo de mis brazos por el aire, reflejaba mi estado de ánimo. Estaba feliz. De repente, ¡PUM! Siento un golpe en el pecho. Mi rostro cambia por varios segundos, reflejando el dolor que había sentido. Aún así no me pude desviar del sueño que vivía, y seguí caminando, viendo a la distancia el lugar al que tanto quiero llegar.

El viento no cesaba, es más, se hacía más intenso. Cada vez me costaba más caminar, me costaba abrir los ojos y hasta tenía la sensación de que podía arrecostarme contra el viento, ¿Locura?, no sé, pero eso hice. Me detuve, me arrecosté y sentí la brisa del mar pasar a través de mi cuerpo, sintiendo como pasaba acariciándome y susurrándome, no le hice caso. Seguí caminando.

Era raro, mi cuerpo no reaccionaba, me sentía cansado, no podía sonreír y mis ojos no enfocaban con buena precisión este hermoso lugar que a menos de cien metros se encontraba. ¡PUM!, el dolor volvió. Lo sabía, lo sentía. Los días de viaje pasaban la factura y mi corazón empezaba a fallar.

Empiezo ver alrededor, hermosas conchas de distintos colores, tamaños y formas decoraban la alfombra de arena. A ella le gustaban, solo las había visto por televisión. Por fin podré llevarle lo que tanto quería. Por fin podré llegarle con sus apreciadas conchas que ella decía que eran las rosas de la arena. Empecé a recoger una por una y meterlas en mi bolsillo. Al fin podría llevárselas, sabía que volvería a ver a mi hija, eso me hacía feliz.

Hago mi máximo esfuerzo para poder llegar. De mis ojos empiezan a salir lágrimas, no sé si eran de felicidad o tristeza. Al final del camino la muerte me esperaba. Caí en la arena, esta no me dejaba respirar. Perdí las fuerzas. Ese lugar hermoso que tanto ella añoraba no lo logré disfrutar.

Al final, ella estaba ahí. ”Papi, ven conmigo, levántate”. No hacía más que llorar, le entregué sus rosas de arena. “Gracias papi, te amo”.

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