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miércoles, 9 de septiembre de 2015

Deseo-Pensamiento-Acción


Por J. González


¿Hacia dónde voy? ¿Qué hago? ¿Qué he hecho hasta hoy? ¿De dónde vengo? Eran preguntas que surgían y rebotaban entre sí dentro de la cabeza de Juan Arnulfo, mientras el sutil sonido, casi imperceptible, de un violín vibrando en do menor sosteniendo una armoniosa pero melancólica canción, le hacía olvidar su realidad inmediata y lo hundía en remolinos de pensamientos. Pensamientos que se erguían como una figura de autoridad, alrededor del individuo cuestionado y (hasta cierto punto) aturdido. Casi logró materializar una respuesta coherente (o creyó que casi lo había logrado), cuando sonó una molesta bocina de carro que lo trajo de un solo jalón al presente donde se encontraba, donde tenía que bajarse precipitadamente del caluroso y tumultuoso bus urbano. Se hizo campo a empujones respondidos por miradas no muy gratas, y algunos roces incómodos (e indebidos algunos), hasta que llegó a la puerta trasera del pasillo, para darse cuenta de que el timbre para solicitar la parada no funcionaba. Procedió cívicamente a solicitar, como todo Homo sapiens sapiens normal hubiera hecho, que se detuviera el autobús y se le abriera ipso facto la puerta trasera con un sólido y estrepitoso: “pueeeertaaaa animaaaaal”.

Acto seguido se encontraba afuera del bus, 750 metros delante de su destino planeado, y bajo un violento aguacero torrencial típico de cambio climático en la selva tropical centroamericana. Sintió el agua en su cara, en sus manos, en su cabello desordenado y en los dedos de su pie derecho (se había roto el zapato, otra vez, como era de esperarse). Sintió entonces una calma extraña, una paz que le nacía en el centro del pecho y se le extendía por todo el sistema nervioso en forma de electricidad, y levantó la cabeza para contemplar el absurdo correr urbano de la vida cotidiana, que evoca un gran hormiguero cuando un niño descarga su terrible ira sobre el montículo de tierra arenosa que protege el nido lleno de insectos laboriosos e impasibles. Corrió unos 20 metros bajo la lluvia hasta que alcanzó refugio bajo el techo del pabellón frontal de la iglesia municipal de Nuestra Señora de la Misericordia, donde leyó detenidamente las grandes letras talladas en una imponente puerta de Cristóbal (árbol actualmente extinto pero muy común en las faldas de la Cordillera de Huanacaztli en la Costa Rica de los años 1900), que decían: “Y las puertas del infierno nada podrán contra la Iglesia”; iba a seguir con su detallada y curiosa inspección cuando escuchó una voz conocida entre el aguacero gritar: “Cuidao se me resfriiiaaaa Juanciiiitoooo, veniiii guevooooon”. Era Marcos, su amigo de la universidad, en un maltrecho Jeep negro del 86’, indicándole que se montara deprisa. Y Juan ni lento ni perezoso que se hace clavado adentro del carro.

Entre un par de “cómo estás guevón” y “cuál es la que promete hoy”, se estableció el plan: un par de bebidas espirituosas para la sed y un par de humitos densos “pa la ansiedá”. Tres horas y un cuarto después ahí estaban Marcos y Juancito, profundamente retraídos en una conversación sin inicio ni final sobre el carácter insaciablemente feroz del ego de la raza humana, y como el mismo ha sido de gran ayuda para la evolución de la especie en el pasado pero hoy en día deforma el camino hacia la plenitud del hombre; hasta que se percatan que al otro lado de la barra hay 4 ojos del sexo opuesto mirándolos fijamente y diciendo descaradamente, desde el iris hasta el nervio óptico: “Traiga ese ego pa gozármelo todo”.

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