Por J. González
¿Hacia dónde voy? ¿Qué hago? ¿Qué he hecho hasta hoy? ¿De dónde
vengo? Eran preguntas que surgían y rebotaban entre sí dentro de la cabeza de
Juan Arnulfo, mientras el sutil sonido, casi imperceptible, de un violín
vibrando en do menor sosteniendo una armoniosa pero melancólica canción, le
hacía olvidar su realidad inmediata y lo hundía en remolinos de pensamientos.
Pensamientos que se erguían como una figura de autoridad, alrededor del
individuo cuestionado y (hasta cierto punto) aturdido. Casi logró materializar
una respuesta coherente (o creyó que casi lo había logrado), cuando sonó una
molesta bocina de carro que lo trajo de un solo jalón al presente donde se
encontraba, donde tenía que bajarse precipitadamente del caluroso y tumultuoso
bus urbano. Se hizo campo a empujones respondidos por miradas no muy gratas, y
algunos roces incómodos (e indebidos algunos), hasta que llegó a la puerta
trasera del pasillo, para darse cuenta de que el timbre para solicitar la
parada no funcionaba. Procedió cívicamente a solicitar, como todo Homo sapiens sapiens normal hubiera
hecho, que se detuviera el autobús y se le abriera ipso facto la puerta trasera con un
sólido y estrepitoso: “pueeeertaaaa animaaaaal”.
Acto seguido se encontraba
afuera del bus, 750 metros delante de su destino planeado, y bajo un violento aguacero
torrencial típico de cambio climático en la selva tropical centroamericana.
Sintió el agua en su cara, en sus manos, en su cabello desordenado y en los
dedos de su pie derecho (se había roto el zapato, otra vez, como era de
esperarse). Sintió entonces una calma extraña, una paz que le nacía en el
centro del pecho y se le extendía por todo el sistema nervioso en forma de
electricidad, y levantó la cabeza para contemplar el absurdo correr urbano de
la vida cotidiana, que evoca un gran hormiguero cuando un niño descarga su
terrible ira sobre el montículo de tierra arenosa que protege el nido lleno de
insectos laboriosos e impasibles. Corrió unos 20 metros bajo la lluvia hasta
que alcanzó refugio bajo el techo del pabellón frontal de la iglesia municipal
de Nuestra Señora de la Misericordia, donde leyó detenidamente las grandes
letras talladas en una imponente puerta de Cristóbal (árbol actualmente extinto
pero muy común en las faldas de la Cordillera de Huanacaztli en la Costa Rica
de los años 1900), que decían: “Y las
puertas del infierno nada podrán contra la Iglesia”; iba a seguir con su
detallada y curiosa inspección cuando escuchó una voz conocida entre el
aguacero gritar: “Cuidao se me
resfriiiaaaa Juanciiiitoooo, veniiii guevooooon”. Era Marcos, su amigo de
la universidad, en un maltrecho Jeep negro del 86’, indicándole que se montara
deprisa. Y Juan ni lento ni perezoso que se hace clavado adentro del carro.
Entre un par de “cómo estás guevón” y “cuál es
la que promete hoy”, se estableció el plan: un par de bebidas espirituosas para
la sed y un par de humitos densos “pa la ansiedá”. Tres horas y un cuarto
después ahí estaban Marcos y Juancito, profundamente retraídos en una
conversación sin inicio ni final sobre el carácter insaciablemente feroz del
ego de la raza humana, y como el mismo ha sido de gran ayuda para la evolución
de la especie en el pasado pero hoy en día deforma el camino hacia la plenitud
del hombre; hasta que se percatan que al otro lado de la barra hay 4 ojos del
sexo opuesto mirándolos fijamente y diciendo descaradamente, desde el iris
hasta el nervio óptico: “Traiga ese ego pa gozármelo todo”.
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